En 1854, solo uno de cada siete chilenos sabía leer y uno de cada nueve, escribir. Fue entonces cuando se promovió una campaña extraordinaria de alfabetización popular, entendiendo que era una competencia fundamental para la inserción cívica, social y cultural. Al poco andar fueron banderas que tomaron gobiernos tras gobiernos, con metodologías diversas, voluntarios y profesores recorriendo hasta el más recóndito rincón, y así alcanzar más del 96% que tenemos hoy.
En la última mitad del siglo pasado, se gatilló una nueva alfabetización, la digital, cuya necesidad se hizo patente y potente para surfear la revolución tecnológica e integrarse en las dinámicas comerciales, sociales, laborales, culturales y de comunicación, especialmente en estos años pandémicos.
A inicios del XXI, los efectos de sendas revoluciones industriales y tecnológicas, han evidenciado exponencialmente los costos planetarios vinculados a la sostenibilidad de la vida de los ecosistemas y de nuestras sociedades. Por tanto, bien viene considerar una nueva alfabetización, tan extraordinaria como las anteriores. Justamente ahora, cuando las olas de calor acechan, cuando la aceleración del derretimiento de glaciares amenaza la red hidrológica que nos sostiene y cuando los sistemas de transporte, consumo y energía, desgastan el frágil equilibrio de nuestra atmósfera.
Esto implica repensar cuáles son aquellas habilidades básicas para una comprensión y acción responsable de nuestra participación en la naturaleza. Leer más allá de lo escrito por los humanos y comprender la trama viva y las consecuencias de nuestras acciones y omisiones. Surfear las secuelas del calentamiento global como comunidades resilientes conscientes de sus vulnerabilidades. Escribir un futuro en el que nos hagamos cargo de reparar. Focalizarnos en verbos que permitan una integración ya no solo en lo social, laboral o cultural, sino en el cuidado y restauración de las dinámicas vitales planetarias, como parte de nuestra propia sobrevivencia.
La profundidad, extensión y urgencia de esta alfabetización conlleva cambios en las maneras como habitamos y nos comportamos, y eso puede darse en una gama de matices: corremos el riesgo de que, ante la minimización, la demora o la paralización, las consecuencias sean letales, especialmente en el lugar geográfico, social y económico en el que nos encontramos.
Tomarse en serio lo que viene propone ampliar la mirada desde la educación. Ir más allá de una certificación ambiental, de un curso en IIIº o IVº medio, o de celebrar el Día de la Tierra, los equinoccios y solsticios. ¿Cuáles son las habilidades fundamentales?, ¿qué debemos leer, escribir y surfear para el cuidado planetario?
Desde el colegio Altamira impulsamos un sello ecosistémico, comprometido con una alfabetización ecológica a partir de la experiencia. Invitamos a tomar conciencia de manera transversal a través de acciones, como disminuir los desechos que generamos en nuestro actuar; valorar y comprender el territorio que habitamos, con su biodiversidad, sus relaciones y sus amenazas; convocar a las familias y a la comunidad a conversar y cambiar prácticas. Hemos impulsado economías circulares, incorporamos principios del senderismo para reducir la basura, nos hacemos cargo de reciclar y reutilizar, promovemos huertas y recorremos nuestro territorio en salidas familiares, entre tantas otras iniciativas.
No somos los únicos, hay muchos otros colegios que también desarrollan experiencias transversales y permanentes en el tiempo y que han inculcado en sus graduados conciencia y acción para hacer frente a la evidente crisis en el clima. Sin embargo, esto requiere ir más allá del mérito de un estudiante, una familia, un curso o de los programas de una u otra institución.
Se trata de sumarnos y convocarnos a diseñar una alfabetización ecológica cuyo esfuerzo sea también radical, como lo fueron la lectura y la escritura hace ya un siglo. Una propuesta que, en esta oportunidad, esté en concordancia con el cuidado de la vida en su más amplio espectro. Un proyecto que aborde sistemáticamente, no solo la mitigación o la adaptación ante el cambio climático, sino que comience a reparar y restaurar con responsabilidad nuestra relación con la Tierra. Un cambio que, especialmente, nos permita dejar de pensarnos como individuos cuyas trayectorias son solitarias e independientes.
Somos red viva. Comencemos a articularnos como comunidades, movilizando también al Estado, las empresas y las personas para que aprendamos a leer, escribir, surfear y restaurar el único planeta donde podemos vivir.
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