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En Quilicura,  al costado de un camino rural,  hay tres enormes sillas vacías. Una de esas sillas simboliza la ausencia del profesor Manuel Guerrero Ceballos.  

Por Luis Alberto Tamayo

Conocí al profesor Manuel Guerrero. En mi casa de niño estaba el libro “Tierra Fugitiva” del escritor Manuel Guerrero Rodríguez, su padre.  Después  supe  que  ese  escritor  tenía un hijo  que  vivía  en el exilio, también se llamaba  Manuel Guerrero  y era un profesor normalista, de esos buenos profesores de antes. 

En Noviembre de 1982, yo tenía 22 años, era profesor básico y participaba  en la AGECH, Asociación  Gremial de Educadores de Chile. Un sindicato de  educadores de  hecho, que trataba, en plena dictadura de dar la batalla por los  derechos perdidos por los  educadores. 

En el fondo era una lucha contra el exterminio de los que no pensaban como las  autoridades de facto de  le época.  

Entonces,  supimos  que  el profesor Manuel Guerrero intentaría ingresar al país  por el  aeropuerto. 

Los chilenos  que  estaban  en la  lista de  no deseados   de la dictadura eran devueltos de inmediato y  se les ponía un timbre  con una “L” en el pasaporte  que  significaba:  “Listado”, es  decir  estaba  en la lista de los que tenían prohibido ingresar.

Pero esa lista no era  tan perfecta en 1982. A veces,  el personal administrativo del poder no hacía bien  su trabajo y alguien podía entrar. 

Fuimos al aeropuerto a buscarlo, a rodearlo, protegerlo para que no lo pudieran detener si lograba cruzar las puertas  de  vidrio  del aeropuerto. Él pasó con su  bolsito  pequeño,  subió a un auto y lo llevaron de inmediato al Anfiteatro Don Bosco, en La  Alameda  con Ricardo Cumming, en donde se desarrollaba un acto cultural de profesores.  

Ahí anunciaron que  se encontraba  con nosotros el profesor Manuel Guerrero y un foco seguidor lo ubicó entre el público y él  se paró y saludó  y lo fotografiaron  con su  camisa blanca, su  sonrisa y su bolso pequeño. 

Le  tomaron  fotos  y salió la  noticia por radio Cooperativa. Esa era  la  forma  de protegerlo para que no  volviera  a desaparecer.  Sí,  porque  el profesor Manuel Guerrero había  estado semanas  desaparecido en 1976, cuando los agentes  del Comando Conjunto lo  detuvieron y le  metieron una bala  en el pecho. 

El profesor Guerrero, siempre  estuvo desarmado.  Pudo haber sido asesinado y arrojado al mar, pero tuvo suerte. Eran muchos los detenidos y por una confusión pasó de un campo de  detención a  otro para, finalmente, ser expulsado del país. Eso pasaba en  aquellos  tiempos. 

Él era un caso raro, un sobreviviente de  lugares  en donde  nadie  salía  con  vida. Él podía  acusar  a mucha  gente. Manuel era un profesor  de una cultura excepcional, de  una  capacidad de  análisis certera, de una pedagogía implacable del enseñar con el ejemplo. 

Lo escuché muchas veces y supe  que ese  era el  tipo de profesor  que yo  quería ser. Era  cálido, afectivo y  de una lucidez no  vista por  mí antes. 

En la sala de clases  hay un pupitre y una silla para el profesor, para el humano que  está  ahí para acompañar el aprendizaje  de los  que nacieron después, el  aprendizaje para esos niños y niñas que deben tener  oportunidades  en la  vida, oportunidad de  desarrollar al máximo sus potencialidades. 

Manuel conversaba y ese  es  un tesoro  que llevo conmigo siempre, hubo un diálogo importante  en esos  años  tan negros. 

Manuel  fue  asesinado de la manera más cruel, su muerte  fue  un acto de terrorismo de  Estado. Los niños y niñas  que  ya  han pasado la primera infancia deben  saber estas cosas. Deben  saber de Ana  Frank y del poeta Miguel Hernández, deben  saber del muro de Berlín y de los que murieron tratando de cruzarlo, deben saber del lado oscuro de la vida. Porque la idea  es  que mejoremos y tenemos que saber exactamente  qué tenemos  que mejorar.  

Junto a un camino rural  hay una  silla vacía, la  silla de un profesor: Manuel Guerrero Ceballos.